Voy a escribir un par de nuevos artículos para las revistas que publican las hermandades y he estado repasando antiguos textos buscando inspiración y especialmente no repetirme mucho. Creo que este no le puse, es de 2010, de la Hermandad de la Virgen de la Peña de Madrid).
para montar a caballo
y por eso vida mía
no puedo estar a tu lado’
Cada vez que se acerca el
mes de abril, ese último domingo que tanto significa para los que nos sentimos
peñeros, retumba ese estribillo en mi cabeza. Empiezo el día con una canción
que ya me acompaña durante toda la jornada, que no puedo dejar de repetir, que
no me canso de repetir y que, de hecho, hace que afronte los días con más
ilusión, con más ganas de hacer cosas y consciente de que la cuenta atrás para
estar en mi romería, en nuestra romería, ha comenzado.
Un estribillo que acaba derivando
en otros, extraídos de viejas cintas de ese Coro de la Hermandad de Puebla de
Guzmán, de ese grupo Andévalo que ha sabido poner música y letra a la emoción,
a la devoción y a un sentir comunitario que extiende sus lazos más allá de las
fronteras puebleñas, que pasa por Huelva, por Madrid, Cataluña, País Vasco,
Alemania, Suiza u Holanda… donde siempre se conoce al puebleño, al peñero diría
yo, porque, como dice la canción, ‘va
dejando el rastro de la Virgen de la Peña’.
Lo del caballo del
estribillo, para quien como yo disfruta de su fe con los pies en el suelo, es
lo de menos. Quizás haber nacido y crecido a más de mil kilómetros de distancia
de ese Cerro del Águila influya en la manera de mamar la tradiciones, que no en
la forma de sentir la emoción.
Nací en Cantabria por
casualidades del destino, fruto de ese éxodo que sufrió la Puebla hace ya
varias décadas. Hija y nieta de puebleños, de mineros vinculados a Herrerías,
mi vida ha estado marcada desde bien niña por las idas y venidas a ese rincón
del Andévalo, por fechas en rojo en un calendario donde el año comenzaba el
último fin de semana de abril cuando, ineludiblemente, teníamos una cita con
Ella, teníamos que revivir esos instantes únicos que hacen a la Peña distinta,
que la convierten y ahora con mayor razón de ser en Reina, en Reina del
Andévalo.
Recuerdo de pequeña a mi
abuela rezando en su casa de Cantabria a una vieja estampa, relatando historias
pasadas de procesiones, de comidas de pobres y de Balsitas. Momentos
imborrables en la mente de un emigrante y que después, poco a poco, también se han
ido fraguando en mi memoria, cuando conocí aquel rincón tan especial, cuando
pude oler la caldereta, ver las paredes encaladas, escuchar el pito y el
tamboril, probar los dulces peñeros, empaparme de las tradiciones y, sobretodo,
sentir una profunda y contagiosa devoción materializada en una imagen chiquita,
una talla morena que desde el Cerro del Águila alumbra mis pasos, como también
guía los de todos aquellos que rodeamos nuestros cuellos con su medalla, todos
aquellos que bien desde Cantabria, bien desde Madrid, soñamos con esa grande
Virgen de la Peña.
El destino hizo que durante una década nos trasladáramos allí, a medio camino entre Sevilla, Huelva y Las Herrerías, un sueño más de infancia cumplido. Ya no había excusa. Año tras año la cita ya no se limitaba a unas semanas concretas al año, a esos periodos vacacionales, a esos olores, sabores y rincones que tanto se anhelan cuando se está lejos. Cada vez que había oportunidad, me escapaba al Cerro del Águila, a ese pequeño santuario mariano donde nunca faltan devotos. La Peña era mi Peña, la que a mí más me gustaba, la que poco tiene que ver con la parafernalia, la que se manifiesta a través de profundos sentimientos en forma de miradas, plegarias y actitudes, la que se vive en familia, con la familia.
Hace dos años regresé de
nuevo a Cantabria, mi otra tierra, agarrada a un tren que sólo pasa una vez en
la vida. Ese año no pude ir a la romería. Era la primera vez en 15 años que el
último domingo de abril no lo pasaba en La Puebla. Me sentí emigrante en mi
propia casa. Por primera vez en mucho tiempo no iba a estar en la calle Serpa
acompañando a esa caballería que saca a relucir sus mejores galas; no iba a
felicitar a los mayordomos, no iba a acompañar a mi Virgencita de la Peña hasta
esa Pisá del Potro desde donde mira a
su pueblo; no iba a probar en la Casa de Fondos esa carne a la que Ella, estoy
convencida, da el último toque para que conserve ese sabor tan especial; no iba
a agazaparme en un rincón de la ermita esperando que el lunes, tras la
procesión, los danzaores vuelvan a depositarla en su altar. Lo he dicho muchas
veces; aunque la romería tiene tantos momentos como devotos, yo me quedo
siempre con esos sentimientos que se desprenden el lunes en el interior de la
ermita, cuando la Virgen vuelve a entrar en su altar tras la procesión… Las
lágrimas que se derraman, esos vítores sacados de lo más profundo del alma,
esas miradas en busca de consuelo… es imposible describir con palabras algunas
sensaciones.
Mi ausencia aquel 2008
fue una excepción. El año pasado volví y este año, siempre con su permiso, regresaré
a rezarla a sus pies porque, en estos momentos, cuando estoy a punto de
alcanzar la treintena, no me imagino un último domingo de abril lejos de allí,
no me imagino en otro lugar que no sea en esa procesión gritando junto al resto
de devotos un intenso y sentido
¡Viva la Virgen de la Peña!
¡Viva la Virgen de la
Peña!
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