16 marzo 2009

281. Un norte que mira al sur

5 de febrero de 2008. Cuando aún no se ha cumplido el primer aniversario de esa fecha, escribir mi humilde aportación a esta gran revista de la Hermandad de la Virgen de la Peña de Puebla de Guzmán significa rememorar una mezcolanza de sentimientos encontrados, de ilusiones nuevas, de miedos omnipresentes, de éxitos futuros… y, más allá de todo eso, es el recuerdo vivo del momento justo en que de nuevo, una vez más y las que habrán de llegar, pedía consejo a quien ya podemos aclamar Reina del Andévalo, aunque para nosotros, sus devotos, es un título que le atribuimos desde siempre.

5 de febrero de 2008. En esa fecha aparecía mi última aportación en el periódico donde trabajé durante casi seis años en Huelva. Las casualidades del destino, o lo que para mí fue la intervención divina, quiso que mi despedida fuera por todo lo alto: anunciando a bombo y platillo que el obispo, don José Vilaplana, coronaría canónicamente a nuestra Virgen de la Peña durante el verano del año en que nos encontramos.

Mi ‘hasta luego’ no hubiera podido ser mejor bendecido. Apenas quince días antes de ese artículo, cuando yo ni siquiera me imaginaba que la Diócesis onubense estaba estudiando su Coronación, fui una mañana de domingo a hablar con ella a solas, a su casa, a nuestra casa, a esa pequeña ermita donde siempre nos recibe con los brazos abiertos, donde siempre encontramos consuelo a nuestros sufrimientos, respuestas a nuestras preguntas o esperanza para nuestros desalientos.

Ese día era especial. Después de casi diez años junto a ella, pudiéndola ir a visitar a cada instante, se me había presentado una oportunidad única, no exenta de riesgos pero llena de mieles. Se me brindaba la ocasión de regresar a Cantabria para incorporarme en un proyecto nuevo que, además, también traía consigo otros encuentros.

Mi cabeza y también mi corazón eran un mar de dudas. No sabía que hacer pero una vez más volví a recurrir a ella. Sopesé todos los consejos ofrecidos, sin embargo, la decisión final tenía que ser junto a Ella, con Ella. Estoy reviviendo el momento y las lágrimas no pueden dejar de empañar mis ojos. Tras varios días de nervios, de incertidumbres, de insomnios, me presenté en su casa una soleada mañana de enero. Sola, sin avisar a nadie de mis intenciones. Había mucha gente trabajando en las fachadas de las casas, paseando o, simplemente, extasiados con las panorámicas que ofrece el Cerro del Águila.

Tampoco estaba sola en su altar, siempre hay alguien allí con nuestra Señora. No logro recordar ver la iglesia vacía. Yo, que no soy de oraciones aprendidas sino de conversaciones sinceras, de hija a madre o de madre a hija, comencé a elaborar la lista con todos los pros y los contras de emprender mi nueva aventura. Empecé a rezarle a mi manera. Y, de pronto, sin saber muy bien por qué, sólo aparecían ventajas en esa odisea que suponía el volver a mi otra tierra, a la que me vio nacer. Ventajas que obviaban los riesgos y que, no obstante, sacrificaban tantas cosas buenas que tenía y sigue teniendo esta parte del Sur.

Desde ese momento todo se precipitó. Llamadas telefónicas, mudanzas y una aventura que, un año después, ya da sus gratificantes frutos, aunque para llegar a este momento de éxito haya tenido que sacrificar muchas cosas y renunciar, por primera vez en muchos años, a una cita para mí obligada: la que cada Lunes de Peña vuelve a confirmar una fe que podría mover montañas. Un instante que tiene lugar durante ese encuentro entre los fieles y la Reina del Andévalo cuando ésta regresa de nuevo a su altar. El momento lo he intentado describir muchas veces. Todas sin éxito porque las palabras no entienden de emoción. Los vítores que ahogan cualquier otra conversación hacen temblar a vecinos, visitantes y turistas, sin importar edad, sexo o condición social.
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La romería de 2008 la pasé lejos de ti, Virgencita de la Peña, acordándome de todos y cada uno de los momentos que hacen especiales esos días de abril y aferrada a una medalla que hace méritos a ese fandango que reza:

‘Yo nunca te olvidaré, por muy lejos que me fuera, tu medalla llevaré, conmigo de compañera’

Este año, sin embargo, y siempre con tu consentimiento, volveré a estar a tu lado, en un rincón de esa ermita que tú haces inmensa, rodeada de tantos y tantos fieles que, al igual que yo, acudirán a tu llamada desde diferentes puntos de la geografía. Junto a ellos y junto a quienes tienen la suerte de vivir cerca del Cerro del Águila, pregonaré con el más grande de los sentimientos:

¡Viva la Virgen de la Peña!

1 comentario:

Anónimo dijo...

Gemi, me has emocionado de verdad. Eres la leche tia, como envidio esa creencia y esa fe que tienes, como envidio esas conversaciones con tu virgen.
Yo a veces estoy sola en mis pensamientos y tu con ella nunca lo estas.